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3/6/15

Jonathan Edwards Y su visión de un genuino avivamiento (1703-1750)



En toda la cristiandad se ha desarrollado un deseo ardiente por un despertar espiritual. Cuando vemos la condición espiritual de la iglesia cristiana en occidente, especialmente en los países desarrollados, percibimos que necesitamos una intervención sobrenatural del Espíritu Santo. Una iglesia que se ha ido acomodando a la cultura materialista y que ha perdido de perspectiva la esencia del verdadero cristianismo que implica negación y entrega total. Nos hemos acostumbrado a un cristianismo superficial, por un lado, y por otro lado a un despliegue emocional pasajero que muchos confunden con la verdadera manifestación del Espíritu de Dios. Y no pueden faltar las aberrantes falsificaciones de la llamada lluvia tardía o tercera ola: la risa, comportamiento animal, tumbar a la gente, etc. Ante toda esta amalgama de misticismo y confusión, me gustaría en este escrito echar un vistazo a uno de los hombres que Dios utilizó para impactar una nación entera, y más allá de sus fronteras, en lo que se llamó El Primer Gran Despertar.

Jonathan Edwards nació en un hogar pastoral en lo que ahora se conoce como South Windsor, Connecticut, en 1703. Cursó estudios en Yale en 1720. Y comenzó su primer pastorado en Northampton, Massachussets desde el 1727 hasta el 1750. De línea doctrinal calvinista, Edwards era un predicador muy distinto a lo que estamos acostumbrados a ver hoy en día. No era fogoso ni de mucho carisma. Sin embargo era un hombre piadoso, humilde y un estudioso profundo de las Escrituras. No era tampoco un fanático de las manifestaciones emocionales que se pretenden vender hoy en día como avivamientos. Edwards era muy cuidadoso en este aspecto. Veamos esta cita de sus escritos:

“Muchas personas piadosas en esta y en otras épocas, se han expuesto a sí mismas a terribles engaños por el hecho de dar demasiado peso a sus impulsos e impresiones como si fueran revelaciones inmediatas de Dios, profecías del futuro o instrucciones para dirigirles en lo que van a hacer o a dónde van a ir.”[1]

Como vemos, Edwards reconocía el gran peligro a que se expone aún la gente piadosa que ama a Dios, cuando pierden de perspectiva la verdadera y más segura revelación. También estaba bien consciente de que en medio de un despertar espiritual genuino, Satanás podía intentar sembrar confusión por medio de falsificaciones y manifestaciones dirigidas a apartar la mirada de la gente del verdadero consejo de Dios. En su escrito Religious Affections

[2], Edwards explica cómo había personas que comenzaban a reír a carcajadas, a caer en trances y convulsiones, de tal manera que interrumpían la exposición del mensaje de Dios. En más de una ocasión tuvo que ordenar que estas personas fueran sacadas del área, para poder continuar con su mensaje. Durante el Gran Despertar, sin embargo, ocurrieron eventos claramente sobrenaturales donde millares eran quebrantados al punto que caían de rodillas gimiendo por sus pecados y clamando por la misericordia de Dios. Este tipo de manifestación Edwards no la desalentó, ni la estorbó, aún siendo un predicador conservador de línea cesacionista. Por el contrario, reconocía que las mismas eran resultado de la obra poderosa y sobrenatural que el Espíritu Santo estaba haciendo en los pecadores.

Hoy en día, los predicadores de la llamada tercera ola o la lluvia tardía afirman que lo que está ocurriendo en algunos lugares, específicamente la llamada bendición de Toronto[3], no es otra cosa sino una repetición de lo que ocurrió durante el Gran Despertar del siglo XVIII en América e Inglaterra. Pretenden colocar a Jonathan Edwards como el precursor y padre de este movimiento repleto de elementos heréticos y antibíblicos. Sin embargo, un análisis y estudio de la biografía y los escritos de Jonathan Edwards demuestran que su línea era una radicalmente opuesta. Y de hecho, la razón por la cual entiendo que el primer Gran Despertar fue tan exitoso, en gran parte se debe a la seriedad, piedad y celo por las Escrituras que había en aquellos hombres de Dios. Las manifestaciones ocurrían, no porque Edwards preparara un ambiente, o creara un espectáculo exaltando al hombre. Era totalmente lo opuesto, aquellos siervos de Dios sencillamente exponían el mensaje de la Palabra con claridad, sencillez y fidelidad. Eran hombres de una humildad e integridad tal, que no se comparan a muchos de los modernos televangelistas que propician más bien un culto a su personalidad. Eran también hombres que practicaban una relación con Dios extremadamente íntima. Jonathan Edwards podía pasar largas horas y días enteros a solas en oración y meditación de las Escrituras. Una disciplina que en la actualidad resulta escasa en el pueblo cristiano; incluso en la pastoral.

En la actualidad se prefieren los atajos o los “toques especiales” para recibir la “unción” de Dios. Estamos acostumbrados a la tecnología rápida donde podemos enviar y recibir mensajes con el toque de un botón. Por eso vemos cada vez un descenso en la calidad de los mensajes de muchos púlpitos. Mensajes dirigidos más bien a exaltar las emociones, manipular a las multitudes o a exaltar al predicador, pero con muy poca sustancia bíblica. Y no me refiero tampoco a la aridez de una teología rebuscada, repleta de términos y conceptos aprendidos en un gran seminario. Sino más bien a la exposición del poderoso mensaje de las Escrituras, a través de los labios de un siervo de Dios que se para en el púlpito con temor y temblor, dispuesto a no conceder ninguna otra gloria, sino aquella que sólo Dios merece. La historia reciente del cristianismo no nos ha bendecido con muchos hombres de esa piedad y de ese calibre espiritual.

En sus escritos, Jonathan Edwards muestra cuán claramente se debían distinguir las manifestaciones corporales, de una genuina y permanente obra del Espíritu Santo en los corazones de las personas. Edwards no rechazaba estas manifestaciones (que llamaba afecciones religiosas), pues muchas de ellas eran el resultado de una genuina experiencia espiritual. Pero sí entendía que no necesariamente una cosa iba junto a la otra. Por eso escribió:

“Resulta evidente que hay la posibilidad de que ocurran grandes afecciones religiosas en algunos individuos que parezcan manifestaciones de gracia divina y tengan los mismos efectos en el cuerpo, pero se hallan muy lejos de producir cambios en sus temperamentos, en sus mentes y en el curso de sus vidas.”[4]

Como podemos ver, para este hombre de Dios, la marca inconfundible de una genuina experiencia con Dios se traducía en vidas cambiadas, no en meras emociones. Incluso cuando relata lo que fue ocurriendo a lo largo del Gran Despertar, nos dice:

“Al comienzo del verano de 1742 pudimos observar un cierto auge en estas afecciones religiosas. En el otoño e invierno siguiente, las mismas aumentaron de una manera sorprendente. Pero muchos de los que tuvieron las mismas han ido decayendo en su fervor religioso, y algunos de los jóvenes especialmente, han perdido su vigor en la religión y gran parte de la solemnidad y seriedad en sus espíritus. Por otro lado muchos otros quienes no mostraron las afecciones, han caminado en pos de la santidad, y muestran estar cerca de Dios, manteniendo una vida piadosa y disfrutando los frutos de su graciosa presencia.”[5]

Edwards señala este descenso en las manifestaciones corporales, según fueron pasando los meses. Y en especial acentúa el hecho de que muchos de los que las experimentaron no perseveraron eventualmente en la fe cristiana. Otros, sin embargo, que no gimieron, ni cayeron de rodillas, ni gritaron, ni se contorsionaron, sí mostraron fruto de la gracia divina en sus vidas. ¿Quería afirmar con esto Jonathan Edwards que estas manifestaciones no eran genuinas? Claro que no. Muchas evidentemente sí lo eran. Lo que quería plantear el predicador del Gran Despertar es que las mismas no eran una señal inequívoca de la obra de gracia divina en el corazón de una persona.

Hoy en día es lo contrario. Muchos buscan en las manifestaciones corporales la evidencia de la obra del Espíritu Santo. Piensan que si no hubo contorsiones, o si nadie se cayó para atrás, la bendición de Dios estuvo ausente. Y se fomenta la misma como el medio por excelencia para que la persona obtenga la gracia de Dios en su vida. Lo que ocurría en el Gran Despertar era muy diferente. La palabra de Dios era proclamada y el Espíritu Santo quebrantaba las vidas de tal forma que muchos caían de rodillas o gritaban de terror cuando les era revelada su precaria condición espiritual. No era un elemento de trance o estado alterado de conciencia, sino todo lo opuesto: la gente estaba muy consciente del mensaje de Dios y sus implicaciones.

El sermón clásico del Primer Gran Despertar, predicado por Jonathan Edwards se tituló Pecadores en las manos de un Dios airado. En él expuso a las multitudes congregadas en las afueras de Northampton la terrible expectación de juicio que se cierne sobre el pecador, y su única esperanza posible que radica en la justicia de Cristo. Antes de terminar, cientos de personas yacían de rodillas en el suelo clamando y gimiendo a Dios por misericordia y perdón. En todo esto no hubo ni un solo elemento inducido o manipulado, sino únicamente el poderoso mensaje de la Palabra de Dios, respaldado sobrenaturalmente por la gracia divina. ¡Cuánto necesitamos eso en nuestros días!

Quisiera contrastar la enorme diferencia de lo que ocurrió entonces, con lo que describe Rodney Howard-Browne, uno de los líderes del pseudo-avivamiento actual cuando alegadamente comenzó a predicar un mensaje similar al de Edwards:

“Una noche estaba predicando sobre el infierno cuando de repente la risa se apoderó de todo el lugar. Mientras más le explicaba a las personas cómo era el infierno, más se reían.”[6]

Ni aun los creyentes que poseen la seguridad de su salvación y por ende saben que no hay condenación para ellos, se reirían del infierno sabiendo que al mismo irán al tormento eterno muchas vidas. Menos aún causaría risa en aquellos que, bajo la obra del Espíritu Santo, escuchan un mensaje de esa naturaleza. El Dr. Nick Needman muy acertadamente señala lo siguiente:

“Definitivamente tiene que haber algo siniestro cuando nos quieren presentar a los cristianos envueltos en una constante algarabía espiritual mientras el mundo a su alrededor va deslizándose a las tinieblas de afuera donde está el lloro y el crujir de dientes y donde el gusano nunca muere y el fuego nunca se apaga. Edwards nos enseñó la necesidad de confrontar el sistema de entretenimiento mundano idolátrico tan destructivo para el alma, que ya domina nuestra sociedad y que está seduciendo también a la iglesia.”[7]

Claro está, no es que los cristianos vamos a estar por ahí atribulados y depresivos, cuando hemos recibido la bendición más grande que pueda haber, que es la comunión constante con el Señor y el gozo del Espíritu Santo. Pero tampoco vemos en las Escrituras ni en la historia de la iglesia, en los tiempos de los grandes derramamientos de la gracia de Dios, lo que se pretende presentar en la actualidad como el “vino nuevo” del Espíritu Santo. En Inglaterra, Escocia, Estados Unidos, y más recientemente en la China y en la India los genuinos despertares espirituales han traído como resultado una iglesia renovada, con un profundo celo misionero y evangelístico. En Gran Despertar del siglo XVIII en Nueva Inglaterra trajo consigo una explosión misionera nunca antes vista hasta ese momento. Produjo hombres del calibre de Guillermo Carey, Whitefield y otros. Tampoco se circunscribió a una sola denominación, sino a todas las iglesias y congregaciones de la región.

El Gran Despertar trajo también una pasión por las Sagradas Escrituras como no se había visto hasta entonces. Según narra el historiador y periodista de la época John Dwight: “Se podía ver a las multitudes ávidas de conocer más de la Palabra de Dios, reuniéndose en cualquier lugar para escudriñar las Escrituras y comentarlas. En algunas plantaciones del condado de Hampshire, durante los recesos, se podían apreciar a los obreros reunidos para estudiar las Escrituras y orar los unos por los otros”.[8]

En contraste con lo que se percibe en la actualidad, vemos una perspectiva radicalmente distinta. Los defensores de la llamada tercera ola declaran abiertamente que el avivamiento y el celo doctrinal y bíblico no son compatibles. Advierten a las multitudes del “peligro” de pretender filtrar todo lo que oyen por el “libro”. Incluso intimidan y amenazan a quienes pretendan evaluar lo que ellos llaman “avivamiento” por medio de las Sagradas Escrituras, llamándolos fariseos y enemigos del Espíritu Santo. A diferencia de esto, Jonathan Edwards identifica la obra del Espíritu Santo de la siguiente forma: “el espíritu que opera en tal forma que causa en los hombres un mayor aprecio a las Santas Escrituras, y los establece más aún en la verdad divina, es el Espíritu de Dios.”[9] Para Jonathan Edwards la señal de una obra genuina del Espíritu de Dios era precisamente una mayor devoción a las Escrituras como fuente de revelación y de verdad.

En la iglesia de los Hechos vemos el mismo principio. Dios hacía milagros y prodigios a través de los apóstoles y muchos se añadían a la iglesia. Y los que habían creído, dice la Biblia, “perseveraban en la doctrina de los apóstoles, en la comunión unos con los otros, en el partimiento del pan y en las oraciones.” (Hch. 2:42.) Esta “perseverancia” es la que no vemos hoy en día en la inmensa mayoría de los llamados avivamientos. Y por eso entiendo que el mismo Satanás se ha encargado de engañar los corazones de muchos sinceros cristianos. Algo parecido comenzó a ocurrir en la primavera del 1747. Edwards notó que muchos seguidores entusiastas del avivamiento comenzaron a estimular y a promover ciertas señales y manifestaciones, llegando al punto de casi arruinar lo que había ocurrido hasta el momento. Edwards se indignó y denunció estos males de una manera enérgica y firme. Así lo relata el biógrafo Ian H. Murray:

“Él comenzó a notar que la causa principal del retroceso venía precisamente de los supuestos ‘amigos del avivamiento’ que estaban permitiendo que la religión pura y genuina se mezclara con el fuego salvaje del entusiasmo carnal, y que el Espíritu Santo estaba contristándose por el lugar que se le había dado a Satán.”[10]

Como podemos ver, Jonathan Edwards estaba muy consciente de los peligros que podían arruinar el verdadero avivamiento con falsificaciones que provenían del mismo Satanás. Y el mayor de ellos era lo que Murray llama “el entusiasmo carnal”. Me llena de asombro y admiración la enorme sabiduría espiritual y discernimiento de Edwards en este asunto. Es una pena que el mismo sea tan escaso en los líderes cristianos de hoy en día que le abren la puerta a cualquier cosa que luzca espiritual, o emocional, aunque terminen siendo alejados de la sincera fidelidad a Cristo. Un hombre como Jonathan Edwards en la actualidad, sería tildado de un antiespiritual, un legalista, o en el mejor de los casos un “agua-fiestas”. Pero Edwards entendía claramente que todo lo que en última instancia pretenda opacar la gloria de Dios y su Palabra, no puede provenir del cielo, sino del infierno. Desafortunadamente otros despertares posteriores no tuvieron el mismo impacto e incluso se extinguieron más rápidamente que el Primer Gran Despertar porque no hubo entonces hombres con el mismo grado de discernimiento espiritual y compromiso con la verdad de Dios como Jonathan Edwards. Décadas más tarde se pondría de moda el sistema de Finney y de Billy Sunday que enfatizaba más la decisión pública o el pasar al frente como la señal de la obra del Espíritu de Dios, en lugar de la evidencia de las vidas genuinamente transformadas, que enfatizaba Edwards.

En estos días donde la iglesia occidental, especialmente en los países más desarrollados, se halla amenazada por un poderoso sistema filosófico y religioso mundano, existe una imperiosa necesidad de un genuino despertar espiritual. Tenemos que entender que individual y colectivamente nos enfrentamos a tres poderosos enemigos que hemos heredado de la filosofía postmoderna actual:

1.     Una visión utilitaria de la fe – en la cual se concibe la fe cristiana como un medio para obtener beneficios básicamente temporales. Tenemos como ejemplo clásico a los predicadores de la prosperidad. Un mensaje que envuelve tanto el anhelo por las riquezas materiales al punto de que muchos están dispuestos a vender sus principios con tal de obtener las mismas.

2.     Una expresión religiosa mística – donde la relación con Dios se plantea en términos de la experiencia y de los sentidos, en lugar de la verdad revelada. La revelación más pura y perfecta es aquella que emana de la “luz interior” y no de la palabra profética más segura: la sola Escritura. La distinción entre lo verdadero y lo falso también se convierte en un elemento puramente subjetivo.

3.     Un espíritu ecuménico sincretista – donde el objetivo final es lograr la unidad interconfesional al punto de sacrificar la pureza doctrinal. Aquellos que no estén dispuestos a ceder a la presión, serán señalados como divisivos y sectarios.

Así lo resume el Sr. Mario E. Fumero en su libro La iglesia: enfrentando el nuevo milenio:

“No podemos negar el dominio del pragmatismo, el cual con tal de alcanzar un fin, no le importa el medio. La realidad es que para muchos la doctrina y los principios perderán importancia, con tal de alcanzar la unidad y la globalización de la religión, o el crecimiento (o engorde) de su congregación, según los postulados del liberalismo y los intereses creados por las huestes del diablo.”[11]

La única manera de enfrentar a estos tres enemigos es mediante la reafirmación, exposición y proclamación de la poderosa Palabra de Dios, tal y como ocurrió en la Reforma, y en épocas posteriores, como la del Gran Despertar en la primera mitad del siglo XVIII. Junto con esa fiel exposición, también necesitamos una genuina y profunda espiritualidad donde haya una verdadera humillación, quebrantamiento y confesión de pecados. Como dijo Dios a Salomón cuando acabó de edificar el templo: “si se humillare mi pueblo, sobre el cual mi nombre es invocado, y oraren, y buscaren mi rostro, y se convirtieren de sus malos caminos; entonces yo oiré desde los cielos, y perdonaré sus pecados, y sanaré su tierra.” (2 Cr. 7:14). La promesa de Dios es que cuando de corazón cumplimos con estos requisitos, un pueblo que clama será oído, y la bendición de Dios no tardará mucho en ser derramada.

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